La
Fuga del Amor
Nuestro
amor fue un amor de shopping. De encuentros y desencuentros, de
noches vacías perdidas entre borbotones de palabras sin sentido. Hoy
que he desandado los caminos de la vida, miro hacia atrás y creo que
aquellas mesas que recogieron nuestras caricias y discusiones están
como plasmadas en distintos bares de Buenos Aires, pero no son
reales; son efímeras o parecieran pertenecer a algún cuadro de
Renoir de colores pasteles y alocadas juergas. Pero nosotros no
fuimos esas siluetas que soñó el artista, ni estábamos perdidos en
algún suburbio de París. Nuestro amor nació como nacen esos amores
de barrio. Miradas furtivas y risas ahogadas, roces de manos
sobresaltando el corazón y la sensación imperecedera del amor
cuando sólo se tienen dieciocho años.
Allí
en Floresta cerca de la plaza Velez Sarsfield nos reuníamos en la
esquina de Bogotá y Bahía Blanca y a pesar de las veleidades de la
edad componíamos un grupo de amigos inseparables; una cofradía o
coalición que permanecía como una alianza. Sobrevivíamos a las
discusiones sin sentido; nacidas de la inexperiencia y los
empecinamientos propios de la terquedad juvenil.
La
ciudad en ese entonces tenía la antología que Buenos Aires aún
conserva, el ruido del tren, el aire enrarecido por el polen que se
desprende de los árboles añosos, sin ellos la ciudad sería otra,
la gente volviendo de sus trabajos con el apuro por saborear el mate
caliente, la familia y la hegemonía de un paisaje singular y
ciudadano. Recuerdo los bailes de los 60’ y aquel club que habíamos
formado con un nombre improvisado por el apuro, apuro que no es ajeno
a la juventud, sino que es un apéndice de ella. Se llamaba Carioca
club. Hoy me rebelo ante la idea de pensar que estábamos rindiendo
culto a nuestros adversarios más acérrimos. Los mundiales me lo
confirman y yo me pregunto en que divagues cifrábamos nuestra
energía de aquellos tiempos.
Parezco
joven pero no lo soy. La plaza Velez Sarsfield y la esquina de Bogota
tampoco lo son. Algunos muchachos con perros pasan a mi lado, los
sigo con la vista y con una fruición que me deleita. Yo tenía un
perro al que amaba con extraño sentimiento. Por ésta calle él me
corría, cuando le quitaba su pelota preferida, era un saltimbanqui
que usaba los atajos más inverosímiles para esquivarme. Sus ojos
color canela permanecen en mi recuerdo, pero la muerte no respeta ni
a los perros.
Desde
mi evocación es difícil no pensar en Clara. Era tan clara como su
nombre y movediza como la brisa que se levanta de pronto llevando
hojas muertas sin paradero fijo. En un baile de primavera de 1962,
mientras Roberto Carlos cantaba ‘Cóncavo y Convexo’ desde un
disco de pasta, nuestros cuerpos se ajustaban como queriendo
encapsularse. Estábamos enamorados. Éramos una pareja más de
aquellas que se formaron en el barrio de Floresta. Julio y Estela,
Alejandro y Celia, Celia que se derretía de tan sólo escuchar a Leo
Dan, nombrándola en sus canciones y otras tantas parejas que dejé
de ver.
Dejar
de ver. Eso les pasa a los ciegos y yo quizá sin quererlo me volví
ciego; tan ciego, que los años me apartaron de ese mundo feliz para
caer en la desdicha del desperdicio. El desperdicio de mi propia
vida.
Hoy
me pregunto porqué discutíamos tanto, nos citábamos para ir al
cine y luego de ver una película, un bar recogía nuestros malditos
desencuentros. Un día en la universidad cayó en mis manos un libro
de psicología. A mí nunca me había interesado esa materia; pero
los conflictos en las relaciones humanas son tan complicados que
abarcan textos enteros. Ahí, en un capítulo leí algo que me
impresionó ya que nos pintaba de cuerpo entero. Hay relaciones de
amor decía, en que dos que dicen amarse profundamente nunca podrán
vivir juntos, fracasarán aunque traten de impedirlo. El tiempo nos
demostró que esas conclusiones académicas tenían un valor teórico
del cual no se puede escapar.¿Es que no podíamos parecernos a María
Soledad y a Ariel, otra pareja de la barra?. Ellos estaban tan
enamorados como nosotros, recuerdo que se casaron un tres de Enero
del 68’. Que lindo nos pareció comenzar el año festejando una
boda, música, descorche de botellas, augurios, amor y más amor.
Hoy
el barrio me parece silencioso, esquivo, casi petulante. Mi casa está
frente a mí, sin embargo perdió sus galas de rejas antiguas y un
dúplex altivo me rechaza. Tal vez en un idioma que no conozco me
grita que soy un forastero. Siento pena por eso, hace mucho tiempo
fue mi propio espacio, mi guarida, mi escuela, el confesionario donde
mi amigo intimo guardó para si los secretos más inviolables. Pero
ésta necesidad imperiosa de volver donde se ha sido tan feliz me
absorbió hacia una nebulosa, como si una conmoción me devolviera al
pasado en un solo instante. Escucho como entonces, un rumor de voces
palpitando la gloria de un gol que el viento trae desde la cancha de
All Boys.
Los
veo a Julio, Alejandro y Ariel venir con la bandera y los gorros
exhibiendo los queridos colores. –¡ Lo que te perdiste viejo, le
ganamos dos a cero, eran unos muertos!- Se alejaron saltando y
llevándome por delante como si fuera un fantasma. El ¡dale campeón!
se perdió confundiéndose con el silbato del tren y algunas bocinas
que se oían desde Gaona. Los quise llamar pero como en un sueño mi
boca se abría sin emitir sonido alguno. Por la espalda la mano de
Clara me acarició la nuca y yo se la retuve como lo hacía siempre,
su perfume, su ingenuidad y su simpleza guardaban entre sus manos la
carpeta donde anotaba sus clases de Corte y Confección. Me encontré
nuevamente con sus ojos de uva madura, mirándome como cuando le
dije que iba a ir a la universidad.
-
No te parece que con el secundario podes encontrar un buen trabajo,
repetía preocupada- Como le podía hacer entender que yo tenía
otras aspiraciones, necesidades imperiosas por conquistar otros
espacios. Ellos, los muchachos de la barra eran simples y como ella
cabían en los sueños y las expectativas. Yo en cambio sabía que
podía encontrarme con un mundo diferente y para ello necesitaba
trascender el paisaje que me rodeaba.
La
abracé fuerte, no era de mi propiedad como creía cuando tenía
dieciocho años, pero el contacto me estremeció. Escuchaba mi propia
voz- diciéndole- estás en contra de todo lo que tenga que ver con
mis estudios, los celos te impiden comprender mi vocación--. Y otra
vez las discusiones de antaños, las lágrimas y recriminaciones sin
sentido... El viento se llevó mis palabras y me pregunté volviendo
a la realidad. - ¿Qué motivo me había traído hasta Floresta?.
Hacía diez años Julio y yo nos encontramos por casualidad en las
puertas de los tribunales-. Tomamos un café y hablamos de tantas
cosas, sin embargo me sentía incómodo; mientras lo miraba pensaba
que el tiempo transcurrido hace añicos la amistad. Él fue quien me
dijo que Clara se había casado y tenía dos hijos, vivía en Villa
Devoto y su marido era dueño de una pequeña carpintería.
Mientras
caminaba hacia el coche que dejé estacionado sobre Bogotá, no podía
desprenderme de sentimientos que últimamente solían acometerme.
Celos, rabia, reproche por aquella arrogancia de juventud, que hoy me
cuestionaba, haciéndome regresar al pasado. Es verdad que había
logrado una posición inmejorable, era un buen arquitecto y gozaba de
cierto prestigio. El medio social donde desarrollaba mis actividades
no conocía de intimidades barriales, ni de sueños juveniles. Ahí,
en ese mundo no hay lugar para soñar, la realidad es tangible. Miré
el reloj. Ya eran las seis de la tarde. El sol se había fugado como
el amor para esconderse detrás de cada una de las cosas que un día
fueron mías.
Apreté
con fuerza el acelerador. Florencia me esperaba en la puerta del
Instituto de belleza de la calle Pueyrredón. No éramos felices ni
infelices, tampoco nos amábamos, pero al menos podíamos vivir
juntos... Sobre eso no recuerdo muy bien que explicaba ese compendio
de psicología.
Ilustración Vladimir Kush
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