sábado, 31 de enero de 2015

Cristina Osimani (Argentina)

La Fuga del Amor



Nuestro amor fue un amor de shopping. De encuentros y desencuentros, de noches vacías perdidas entre borbotones de palabras sin sentido. Hoy que he desandado los caminos de la vida, miro hacia atrás y creo que aquellas mesas que recogieron nuestras caricias y discusiones están como plasmadas en distintos bares de Buenos Aires, pero no son reales; son efímeras o parecieran pertenecer a algún cuadro de Renoir de colores pasteles y alocadas juergas. Pero nosotros no fuimos esas siluetas que soñó el artista, ni estábamos perdidos en algún suburbio de París. Nuestro amor nació como nacen esos amores de barrio. Miradas furtivas y risas ahogadas, roces de manos sobresaltando el corazón y la sensación imperecedera del amor cuando sólo se tienen dieciocho años.
Allí en Floresta cerca de la plaza Velez Sarsfield nos reuníamos en la esquina de Bogotá y Bahía Blanca y a pesar de las veleidades de la edad componíamos un grupo de amigos inseparables; una cofradía o coalición que permanecía como una alianza. Sobrevivíamos a las discusiones sin sentido; nacidas de la inexperiencia y los empecinamientos propios de la terquedad juvenil.
La ciudad en ese entonces tenía la antología que Buenos Aires aún conserva, el ruido del tren, el aire enrarecido por el polen que se desprende de los árboles añosos, sin ellos la ciudad sería otra, la gente volviendo de sus trabajos con el apuro por saborear el mate caliente, la familia y la hegemonía de un paisaje singular y ciudadano. Recuerdo los bailes de los 60’ y aquel club que habíamos formado con un nombre improvisado por el apuro, apuro que no es ajeno a la juventud, sino que es un apéndice de ella. Se llamaba Carioca club. Hoy me rebelo ante la idea de pensar que estábamos rindiendo culto a nuestros adversarios más acérrimos. Los mundiales me lo confirman y yo me pregunto en que divagues cifrábamos nuestra energía de aquellos tiempos.
Parezco joven pero no lo soy. La plaza Velez Sarsfield y la esquina de Bogota tampoco lo son. Algunos muchachos con perros pasan a mi lado, los sigo con la vista y con una fruición que me deleita. Yo tenía un perro al que amaba con extraño sentimiento. Por ésta calle él me corría, cuando le quitaba su pelota preferida, era un saltimbanqui que usaba los atajos más inverosímiles para esquivarme. Sus ojos color canela permanecen en mi recuerdo, pero la muerte no respeta ni a los perros.
Desde mi evocación es difícil no pensar en Clara. Era tan clara como su nombre y movediza como la brisa que se levanta de pronto llevando hojas muertas sin paradero fijo. En un baile de primavera de 1962, mientras Roberto Carlos cantaba ‘Cóncavo y Convexo’ desde un disco de pasta, nuestros cuerpos se ajustaban como queriendo encapsularse. Estábamos enamorados. Éramos una pareja más de aquellas que se formaron en el barrio de Floresta. Julio y Estela, Alejandro y Celia, Celia que se derretía de tan sólo escuchar a Leo Dan, nombrándola en sus canciones y otras tantas parejas que dejé de ver.
Dejar de ver. Eso les pasa a los ciegos y yo quizá sin quererlo me volví ciego; tan ciego, que los años me apartaron de ese mundo feliz para caer en la desdicha del desperdicio. El desperdicio de mi propia vida.
Hoy me pregunto porqué discutíamos tanto, nos citábamos para ir al cine y luego de ver una película, un bar recogía nuestros malditos desencuentros. Un día en la universidad cayó en mis manos un libro de psicología. A mí nunca me había interesado esa materia; pero los conflictos en las relaciones humanas son tan complicados que abarcan textos enteros. Ahí, en un capítulo leí algo que me impresionó ya que nos pintaba de cuerpo entero. Hay relaciones de amor decía, en que dos que dicen amarse profundamente nunca podrán vivir juntos, fracasarán aunque traten de impedirlo. El tiempo nos demostró que esas conclusiones académicas tenían un valor teórico del cual no se puede escapar.¿Es que no podíamos parecernos a María Soledad y a Ariel, otra pareja de la barra?. Ellos estaban tan enamorados como nosotros, recuerdo que se casaron un tres de Enero del 68’. Que lindo nos pareció comenzar el año festejando una boda, música, descorche de botellas, augurios, amor y más amor.
Hoy el barrio me parece silencioso, esquivo, casi petulante. Mi casa está frente a mí, sin embargo perdió sus galas de rejas antiguas y un dúplex altivo me rechaza. Tal vez en un idioma que no conozco me grita que soy un forastero. Siento pena por eso, hace mucho tiempo fue mi propio espacio, mi guarida, mi escuela, el confesionario donde mi amigo intimo guardó para si los secretos más inviolables. Pero ésta necesidad imperiosa de volver donde se ha sido tan feliz me absorbió hacia una nebulosa, como si una conmoción me devolviera al pasado en un solo instante. Escucho como entonces, un rumor de voces palpitando la gloria de un gol que el viento trae desde la cancha de All Boys.

Los veo a Julio, Alejandro y Ariel venir con la bandera y los gorros exhibiendo los queridos colores. –¡ Lo que te perdiste viejo, le ganamos dos a cero, eran unos muertos!- Se alejaron saltando y llevándome por delante como si fuera un fantasma. El ¡dale campeón! se perdió confundiéndose con el silbato del tren y algunas bocinas que se oían desde Gaona. Los quise llamar pero como en un sueño mi boca se abría sin emitir sonido alguno. Por la espalda la mano de Clara me acarició la nuca y yo se la retuve como lo hacía siempre, su perfume, su ingenuidad y su simpleza guardaban entre sus manos la carpeta donde anotaba sus clases de Corte y Confección. Me encontré nuevamente con sus ojos de uva madura, mirándome como cuando le dije que iba a ir a la universidad.
- No te parece que con el secundario podes encontrar un buen trabajo, repetía preocupada- Como le podía hacer entender que yo tenía otras aspiraciones, necesidades imperiosas por conquistar otros espacios. Ellos, los muchachos de la barra eran simples y como ella cabían en los sueños y las expectativas. Yo en cambio sabía que podía encontrarme con un mundo diferente y para ello necesitaba trascender el paisaje que me rodeaba.
La abracé fuerte, no era de mi propiedad como creía cuando tenía dieciocho años, pero el contacto me estremeció. Escuchaba mi propia voz- diciéndole- estás en contra de todo lo que tenga que ver con mis estudios, los celos te impiden comprender mi vocación--. Y otra vez las discusiones de antaños, las lágrimas y recriminaciones sin sentido... El viento se llevó mis palabras y me pregunté volviendo a la realidad. - ¿Qué motivo me había traído hasta Floresta?. Hacía diez años Julio y yo nos encontramos por casualidad en las puertas de los tribunales-. Tomamos un café y hablamos de tantas cosas, sin embargo me sentía incómodo; mientras lo miraba pensaba que el tiempo transcurrido hace añicos la amistad. Él fue quien me dijo que Clara se había casado y tenía dos hijos, vivía en Villa Devoto y su marido era dueño de una pequeña carpintería.
Mientras caminaba hacia el coche que dejé estacionado sobre Bogotá, no podía desprenderme de sentimientos que últimamente solían acometerme. Celos, rabia, reproche por aquella arrogancia de juventud, que hoy me cuestionaba, haciéndome regresar al pasado. Es verdad que había logrado una posición inmejorable, era un buen arquitecto y gozaba de cierto prestigio. El medio social donde desarrollaba mis actividades no conocía de intimidades barriales, ni de sueños juveniles. Ahí, en ese mundo no hay lugar para soñar, la realidad es tangible. Miré el reloj. Ya eran las seis de la tarde. El sol se había fugado como el amor para esconderse detrás de cada una de las cosas que un día fueron mías.
Apreté con fuerza el acelerador. Florencia me esperaba en la puerta del Instituto de belleza de la calle Pueyrredón. No éramos felices ni infelices, tampoco nos amábamos, pero al menos podíamos vivir juntos... Sobre eso no recuerdo muy bien que explicaba ese compendio de psicología.

Ilustración Vladimir Kush 

No hay comentarios:

Publicar un comentario