LA
CARGA
Señora
obesa.
Radiante
cuando teje.
Solía
hacer el amor bastante bien. Su marido le depositó en la barriga
cuatro hijos.
Cuatro
caballeros. Todos casados.
La
señora se pasea con su perro blanco por la plaza. Un caniche toy.
–Hola,
veterana –le grita un hombrecito desde un camión recolector de
residuos–. No sabés cómo me gustaría hundir mis penas en
semejantes tetas…
Un
piropo. Burdo.
La
señora obesa se lo tomó muy mal.
–Tenés
olor a heces reprimidas durante años –atacó la dama–. Te
recomiendo bañarte en ácido…
Crudeza.
El
camión de residuos frenó. La gorda ya no era fuerte.
El
hombrecito se aproximó a ella, portando un barrote.
–Repetí
de nuevo eso –ordenó el sujeto.
Mas
la dama se negó.
Rotundamente.
Incluso
su caniche toy ladró
sólo una vez.
–Te
rompo toda, asquerosa vieja –detalló el recolector de residuos,
propinándole varios golpes.
A
ella.
Que
después, con la boca hecha añicos, salivó toda la noche dientes y
más dientes.
No
hay mejor metáfora que ninguna.
Matemos
a las metáforas.
EL TEXTO
El libro estaba maldito. En sus páginas había Verbos Infames. Palabras que mantenían atrapados a los Espíritus Moribundos.
Corría el año 1732. Johann tenía 63 años, era sacerdote y vivía en una choza cerca de Bohemia. Una residencia humilde que él mismo construyó. Un habitáculo dedicado a Dios, y sus luces.
La especialidad de este monje era el estudio de manuscritos extranjeros. Luego los traducía al latín. El objetivo era borrar todo rastro pagano.
Despertó. El viento sacudía sus cabellos, trayendo noticias de guerra en el seno de Europa.
El viejo se lavó la cara ante un espejo ovalado. Sus ojeras crecían al igual que su barba blanca.
Luego desayunó un fragmento rancio de pan. El cielo vestía de blanco. Novia de un luto por venir.
El joven enviado del Vaticano (Aurelio Corney) le había traído un nuevo libro para decodificar.
–El Santo Padre intentó destruirlo, pero no pudo. Nuestros expertos aducen que en este ejemplar habita el Aliento del Ángel Caído –detalló el muchacho, con resquemor.
Johann se mostró trémulo. Pero no rechazó su tarea. Todo lo contrario, aceptó el desafío.
–No es el primer libro maldito que pasa por mis manos, hermano Corney. Me enfrenté al monumental Codex Gigas; advertí las trampas del De occulta philosophia libri tres del alquimista Cornelius Agrippa; evité la muerte segura de Las setenta y siete páginasdel temible Imprentero… –detalló el hombre, cargado de entusiasmo–. Yo traduciré este nuevo libro al sacro latín… El Caído quedará apresado, como los otros demonios –concluyó el anciano.
Fue un discurso atrevido. Del cual, a la brevedad, se lamentaría.
La noche en que inició la traducción sobrevino el desastre.
Johann había dispuesto su instrumental en la mesa, encendiendo una gran vela, pero cuando abrió el libro sintió algo horrendo. Era como si hubiese comido vidrios. Algo que estrujaba su barriga, revolviendo, desgarrando sus vísceras.
Un hilo de sangre entre sus labios. Roja. Perfecta. Risas que salían del papel de aquel manuscrito… voces de cien cadáveres.
–¿Eres… eres tú? –preguntó el sujeto.
Una mano de ceniza se formó en el centro del manuscrito. Dedos gruesos, uñas mugrientas. Piel entre lo gris y lo negro.
Johann quiso escapar. Pero la mano lo agarró del cuello, apretando. El sacerdote sentía dolor… pero también placer.
–Recibe mi aliento –dijo una voz monstruosa, que brotó desde todas partes.
El monje aspiró. Y cuando exhaló… la muerte devoró su alma, llevándola hacia lo más profundo de la realidad.
El manuscrito jamás fue hallado.
Dibujo por Diego Arandojo
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