jueves, 1 de enero de 2015

Cristina Osimani (Argentina)

                               Jacek Yerka  

Como en una lista


Primero te fuiste vos, no sé, argumentaste que la casa era sombría y que el jardín donde habíamos crecido ya no tenía, ni luz, ni paisaje. Que te faltaba aire y no sé cuántas cosas más. Sí, era cierto, la medianera baja donde solías treparte para cruzar hacia la casa de Eduardo, se había convertido en un monstruoso edificio de nueve pisos. Y vos les temías a los monstruos. Fue evidente lo del jardín sin sol, pero la realidad nos había alcanzado y nosotros ya no éramos los chicos de entonces.

Recuerdo, cuando Eduardo me miró por primera vez con otros ojos, hasta parecía habérsele transformado el color de la mirada. Claro, yo cumplía quince años y él iba para los dieciséis. Vos todavía tenías trece y no te percatabas de los cambios. Recordarás a papá seguramente, aparentaba muchos años más de los que tenía en realidad. Europa no había hecho otra cosa que formar hombres nostálgicos, avejentados, para enviarlos después a América. Quizá fueran despojos que la guerra deja. Que otra cosa se puede esperar de ella.
Mamá formaba parte de otro capítulo, silenciosa y fóbica hacia todo lo que se relacionara con el sexo, a veces me pregunto cómo hizo para acostarse con el viejo. Qué extraño te parecerá que le diga a papá…viejo. Los argentinos tenemos estas cosas. Y el ciruelo que él plantó ¿te acordás? todas las primaveras jugábamos a quien descubriría primero la floración, ya que ésta, aparecía ante que las hojas. -Creo que me lo preguntaste una tarde-.
´-¿Por qué florecerá si aún, no tiene hojas?
-No lo sé, te dije sin demasiadas convicciones, creo que como todas las cosas de la vida-
-preguntaste ¿y cómo son las cosas de la vida?
-Raras… pero no te preocupes lo importante es que broten las flores, después vendrán las hojas y los frutos-
No indagaste más y te fuiste murmurando sobre la panzada que se harían con Eduardo cuando se colmara de ciruelas… yo me encogí de hombros. A mí siempre me parecieron ácidas.
Como te decía, primero te fuiste vos, después mamá, pero de ella conozco el paradero; la muerte siempre deja una dirección… ¡en cambio la tuya!
Cuando nos casamos, porque nos casamos Eduardo y yo…vos no te enteraste. Te preguntarás como nos rencontramos.
Después de algunos años vino a visitarnos y ese contacto fue definitivo, creo que siempre estuvimos hechos el uno para el otro. Antes que papá también se fuera vivíamos los tres juntos, pero en silencio, costumbres de nuestra familia a las que él supo adaptarse. Eso sí, no hubo un día en que dejáramos de preguntarnos dónde estarías.
Los hijos que soñé no llegaron, creí verlos correr en el jardín ciento de veces, pero sólo podía imaginar nuestras caritas de niños tostadas por el sol; eso, cuando la medianera era baja y los veranos ardientes. ¡Cuántas cosas se pueden perder debajo de un enorme paredón!

Ahora, desde la ventana de la cocina veo el ciruelo, nuestro ciruelo, si vieras su tronco se ha puesto nudoso de tan viejo. Eduardo está debajo de su fresca sombra, sombra eterna.
Desde la silla de ruedas para él todo es igual. Le da lo mismo, pienso que se plantó en un mundo que ya no lo lastima.
Ya doblo este papel sabiendo que las palabras que aquí están escritas no tendrán respuestas, morirán dentro del cajón de siempre apiladas unas sobre otras. Luego, sin remedio se tornarán de color sepia.
He aprendido a templar mí espíritu y no me impresiono como antes, cuando creía que estas cartas sin destino cobraban vida por las noches.

Siento frio en la piel, pues la tarde está muriendo y me olvido a veces que el sol es esquivo para con nosotros, aún, en los veranos. Sí, es tiempo de entrar a Eduardo. Cuando el crepúsculo está cercano me dejo invadir por extrañas sensaciones y una pregunta latente corroe mi alma.
¿Quién se irá ahora? ¿Quién después?

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