TE ACORDÁS DE MARIA?
La
orquesta sinfónica dirigida por la batuta del director, ejecutaba
su mejor repertorio como apertura en la gran noche de gala. En el
respetuoso silencio de la sala colmada, la música sublime de la
selección de temas de Wagner, Stravinsky y Mozart interpretadas con
una solemnidad contagiosa, resonaba imponente en cada rincón del
acústico recinto del Teatro Roma.
Las alegorías
renacentistas de la cúpula del pequeño Colón de Avellaneda,
representadas en los símbolos de Eros, La Vanidad y Baco parecían
cobrar vida con cada nota.
-Seguramente
Epífani estará orgulloso de su obra.- Oí murmurar cerca mio.
-Shss…
Alguien más se había
percatado del trabajo del plástico autor.
-Shss…
Desde
las aberturas perimetrales, Verdi… Pirandello… Benavente, incluso
Gardel parecían pedir silencio en las pinturas de la cornisa.
Me
acomodé mejor en mi butaca de terciopelo rojo, hasta casi hundirme
en el asiento y por un momento cerré los ojos para oir mejor y
calmar mi ansiedad.
Conmovida hasta las lágrimas
releí una y otra vez su nombre en el programa que promocionaba la
velada y su gira por el interior del país.
El piano,
el violonchelo, la flauta…el violín. Ningún instrumento musical
se resistía entre sus dedos, regalándole sus mejores notas.
María Neisse, la eximia
concertista, llegaba después de recorrer una Europa que acrecentaba
su fama prestigiosamente merecida e insuperada por el virtuosismo de
su arte.
Se
acordaría de mí aún, después de tanto tiempo como yo de ella?
Cuando se abrió el telón y
salió al escenario, una lluvia de flores arrojadas desde los
asientos vecinos, resbalaron por el largo vestido blanco que
descubría apenas la punta de sus pies.
Menuda y rubia, con el cabello
suavemente ondulado cayéndole sobre los hombros y la espalda; y los
ojos tan celestes que parecían transparentes. Ya madura pero
íntegra, vital; tal y como la recordé a través de éstos largos
años, igual a cuando yo era su única alumna y aprendía solfeo en
su casa, allá, en nuestro antiguo barrio de Almagro.
-Rosetta, incomincia da capo.-
Me reprendía en mi lengua natal ante mis equivocaciones. Firme pero
gentil como sólo los grandes saben serlo.
Mi mente me
retrajo a esos días de mi infancia de inmigrantes italianos en la
casona de inquilinato. Recuerdo a doña Berta, su madre, con sus
ropas largas y oscuras, su delantal gris y la cabeza cubierta siempre
por un pañuelo negro anudado a su cuello.Y a Sonia, su hermana
menor, con sus trenzas rubias, largas y enroscadas en su nuca a modo
de rodete.
Las tres
mujeres eran refugiadas de Polonia, llegadas a la Argentina en un
momento crucial del país, convulsionado por revoluciones internas y
quebradas por la muerte de Eva Perón.
Atrás quedaron el pueblo
natal, la familia dispersa y esa tristeza arraigada en la mirada
huidiza, permanentemente húmeda en unas lágrimas ausentes,
resignadas a no caer por las mejillas pálidas de Berta.
Casi como por un juego es que
me había involucrado en sus clases de música, seducida por la
armonía y la calidad de esos largos ensayos suyos; todo tan
desconocido para mí, que inundaban con melodías el pasillo y la
escalera que conducían a su departamento y a los que a hurtadillas
accedíamos con Sonia para escuchar mejor.
Aprendí a amar la belleza de
la música, por ella y así era más agradable la vida en el
conventillo.
Todas las
tardes al regresar del colegio, María nos permitía presenciar sus
estudios. Entonces, nos sentábamos en el suelo de su habitación
repleta de instrumentos que afinaba mientras mirábamos en silencio;
esa era la condición.
En esa admiración absoluta
por parecerme a ella, todos los días dibujaba en mi cuaderno de
solfeo, las claves de sol, las blancas, las fusas, las corcheas…Todas
esas notas que atesoraban mi única ilusión.
-Aún te falta aprender mejor
las notas.
Yo, sólo quería sentarme y
ejecutar, como ella, algunas melodías.
-Tal vez el mes que viene. –Y
sonreía.
Entonces, torpemente me
conformaba con acariciar las teclas del piano y tocar tan sólo el
“cucú, cucú, cantaba la rana. Cucú, cucú, debajo del agua.”
Nunca completé mis estudios.
Mis clases de piano con la joven María tuvieron que interrumpirse.
Una noche,
Sonia muy excitada vino a buscarme. Un hombre muy querido para ellas
había llegado a su casa. Alto, barbudo, muy demacrado y delgado.
Había lágrimas en sus ojos y se abrazaban con cariño.
La habitación estaba a
oscuras. Sobre la mesa, una pequeña torta casera con una vela
encendida.
Tomados de las manos, también
yo lloré al cantarle en voz baja el feliz cumpleaños al recién
llegado, contagiada por su emoción aunque no entendía nada.
Entonces me explicaron que su
padre, un profesor de física, después de años de campos de
concentración y torturas, finalizando su exilio regresaba libre con
los suyos.
Al poco tiempo, no sé por
cuales arreglos políticos, sorpresivamente se despidieron de unos
pocos y regresaron a Polonia.
Nunca olvidé el dolor y el
miedo reflejados en sus rostros. En el aire quedó flotando el adiós
que enmudeció al conventillo.
El golpeteo de la batuta sobre
el atril me devolvió a la realidad. Desde el foso, al frente de su
orquesta, el maestro le marcó el tiempo. María Neisse se paró
firme frente al público, acomodó el violín sobre su hombro,
recostó su barbilla en la caja de madera, acarició con los dedos el
mástil, apoyó el arco sobre el diapasón…y tocó como nunca,
dominando la técnica de su instrumento.
La armonía
de los colores resonó en el Roma y en mis oídos, inundando de magia
cada rincón mientras ejecutaba las composiciones musicales con una
maestría y una seguridad inigualables.
Al finalizar, tras los
aplausos interminables saludó y se despidió.
Quise
gritar -¡Aquí estoy!- Pero no pude. El telón la ocultó detrás de
sus pliegues; las luces se fueron apagando y el público empezó a
salir.
Me quedé sentada, inmóvil.
Toda la tensión acumulada en mi interior liberaba en lágrimas
silenciosas mi emoción.
Escribí en un papel mi nombre
y mi teléfono. Después, caminé hacia la calle. La esperé a la
salida abriéndome paso entre el bullicio de la gente que se
apretujaba en la puerta para verla. Y la alcancé.
Sin mirarme siquiera, me firmó
un autógrafo apurado y subió al auto que la esperaba. Apreté entre
mis manos el mensaje que no me animé a darle y me quedé mirando
cómo se alejaba.
El viento jugó con algunos
programas pisoteados, entonces sonreí débilmente.
- Tal vez, otro día…en otro
lugar. ¿Quién sabe?
SARAH
PETRONE
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