Dibujo por Greg Simkins
El conejo de Ushuaia
En un diario acabo de leer que, “tras largos
meses de intentos fallidos y de diversas expediciones, un grupo de
científicos argentinos logró dar caza a un ejemplar del ‘conejo
de Ushuaia’, especie que se daba por extinguida desde hacía más
de un siglo. Los científicos, encabezados por el Dr. Adrián
Bertoni, lograron capturar un ejemplar en uno de los bosques que
rodean aquella ciudad patagónica…”.
Como prefiero lo específico a lo genérico y lo
preciso a lo evanescente, yo habría dicho “en el bosque tal y tal
que se encuentra en tal sitio con respecto a la capital fueguina”.
Pero no debemos pedir peras al olmo ni inteligencia alguna a los
periodistas. El doctor “Adrián Bertoni” soy yo, y por supuesto
tuvieron que escribir de manera equivocada mi nombre y mi apellido:
me llamo exactamente Andrés Bertoldi, y, en efecto, soy doctor en
Ciencias Naturales, con especialización en Zoología y Fauna
Extinguida o en Peligro de Extinción.
El conejo de Ushuaia no es, a pesar de todo, un
lagomorfo y, mucho menos, un lepórido, y tampoco es cierto que su
hábitat sean los bosques de Tierra del Fuego; más aún, ni siquiera
un solo individuo ha vivido nunca en la Isla de los Estados. El
ejemplar que yo capturé —yo, yo solo, sin ningún equipo ni ayuda
de nadie— apareció en la ciudad de Buenos Aires, junto al
terraplén del Ferrocarril San Martín que corre paralelo a la
avenida Juan B. Justo, a la altura de la calle Soler, en Palermo.
Yo no estaba buscando al conejo de Ushuaia, sino
que tenía otras preocupaciones y caminaba un poco cabizbajo. Me
dirigía, bajo el calor de noviembre y por la vereda de Juan B.
Justo, hacia la avenida Santa Fe, a un banco donde debería realizar
trámites molestos y hasta inquietantes. Entre el terraplén y la
vereda hay una verja de alambre tejido sobre una base de mampostería;
entre la verja y la base del terraplén estaba el conejo de Ushuaia.
Lo reconocí al instante —¿cómo no iba a
reconocerlo?—, pero me llamó la atención verlo tan quieto, pues
es animal movedizo y saltarín. Pensé que tal vez estuviera herido.
Sea como fuere, me alejé unos metros de donde
se hallaba el conejo de Ushuaia, escalé la verja y bajé con sigilo
junto al terraplén. Caminé con pasos cautelosos, temiendo a cada
instante que el conejo de Ushuaia huyese espantado, y, en ese caso,
¿quién podría alcanzarlo? Es uno de los animales más veloces de
la creación y, aunque de modo absoluto el guepardo es más rápido
que él, no lo es en términos relativos.
El conejo de Ushuaia giró la cabeza y me miró.
Pero, contra lo que yo imaginaba, no sólo no huyó sino que quedó
inmóvil, con la única excepción del airón plateado, que se
agitaba, como desafiándome.
Me quité la camisa y quedé con el torso
desnudo.
—Tranquilo,
tranquilo, tranquilito… —iba diciendo.
Cuando estuve a su lado, desplegué con lentitud
la camisa, como si fuera una red, y, de repente, en un solo
movimiento brusco, cubrí con ella al conejo de Ushuaia,
envolviéndolo por abajo y formando un paquete de regulares
proporciones. Con las mangas y los faldones practiqué un fuerte
nudo, que me permitió sostener el envoltorio con sólo mi mano
derecha, mientras la izquierda me quedó libre para ayudarme a
escalar de nuevo la verja y volver a la vereda.
Desde luego, no podía presentarme en el banco
con el torso desnudo ni con el conejo de Ushuaia. De manera que me
dirigí a casa; resido en un octavo piso de la calle Nicaragua, entre
Carranza y Bonpland. En una ferretería adquirí una jaula para
pájaros, de tamaño más bien grande.
El portero estaba lavando la vereda de nuestro
edificio. Al verme con el pecho descubierto, con una jaula en la mano
izquierda y un envoltorio blanco, que se agitaba, en la mano derecha,
me miró con más asombro que reprobación.
Mi mala suerte quiso que, al entrar en el
ascensor, me siguiera una vecina que traía de la calle a su perrito,
un animal feo y antipático que, al captar el olor —más allá de
la percepción del ser humano— del conejo de Ushuaia, rompió a
ladrar ensordecedoramente. En el octavo piso pude librarme de aquella
mujer y de su estentórea pesadilla.
Cerré la puerta del departamento con llave,
preparé la jaula y, con infinito cuidado, empecé a desenvolver la
camisa, tratando de no irritar, y mucho menos de herir, al conejo de
Ushuaia. Sin embargo, el encierro lo había hecho enojar y, al
liberarlo del todo, no pude impedir que me clavara en el brazo un
aguijón. Tuve la suficiente presencia de ánimo para que el dolor no
me hiciera soltarlo y logré, por fin, ponerlo a buen recaudo dentro
de la jaula.
En el cuarto de baño me lavé la herida con
agua y jabón, y, en seguida, con alcohol medicinal. Luego me pareció
que lo más sensato era llegarme a la farmacia y hacerme aplicar el
suero antitetánico, y eso fue lo que hice sin dudar.
Desde la farmacia me fui directamente al banco
para concluir el maldito trámite que había quedado postergado por
culpa del conejo de Ushuaia. En el camino de regreso adquirí
víveres.
Puesto que, durante el día, carece de aparato
masticador, consideré lo más práctico cortar el bofe en pequeños
trozos y mezclarlo con leche y garbanzos; revolví todo con una
cuchara de madera. Tras olfatear la combinación, el conejo de
Ushuaia la absorbió, sin dificultad pero con mucha lentitud.
A la caída del sol empieza su proceso de
dilatación. Trasladé entonces los pocos muebles del living —dos
sillones simples, uno de dos cuerpos y una mesita ratona— al
comedor, apoyándolos casi contra la mesa grande y las sillas.
Antes de que no cupiera por la puertecita, lo
hice salir de la jaula y, ya libre y cómodo, creció lo suficiente.
En este nuevo estado había perdido por completo la agresividad, y se
mostraba abúlico y perezoso. Cuando le vi brotar las escamas
violetas —indicios de somnolencia—, me metí en mi dormitorio, me
acosté y di por terminado ese día.
A la mañana siguiente, el conejo de Ushuaia
había regresado a la jaula. En vista de esa docilidad, no me pareció
necesario cerrarle la puertecita: que él decidiera cuándo
permanecer dentro o fuera de su prisión.
El instinto del conejo de Ushuaia es infalible.
Desde ese primer día, y al anochecer, se habituó a dejar la jaula y
a extenderse, a modo de un flan de cierta consistencia, por el suelo
del living.
Según se sabe, evacua sus heces las medianoches
de los días impares. Si uno coloca (por ánimo de jugar, claro está)
esos pequeños poliedros metálicos y verdes en una bolsa, y los
agita, suenan de una manera muy simpática, con algo de ritmo
caribeño.
En realidad, poco tengo en común con Vanesa
Gonçalves, mi novia. Es bastante diferente de mí. En lugar de
admirar las tantas cualidades positivas del conejo de Ushuaia, le
pareció que lo mejor era desollarlo para hacerse confeccionar un
tapado de piel. Eso puede practicarse de noche, cuando el animal está
dilatado y la superficie de su piel es lo bastante extensa para que
las crestas cartilaginosas se desplacen hasta los bordes y no
dificulten las tareas de incisión y corte. No quise ayudarla en la
operación; Vanesa, sin otros instrumentos que una tijera de sastre,
despojó al conejo de Ushuaia de toda la piel del lomo, la llevó a
la bañadera y, bajo el agua de la canilla y con detergente, cepillo
y lavandina, eliminó por completo los restos de ámbar y bilis que
la cubrían. Luego la secó con una toalla, la plegó, la guardó en
una bolsa de plástico y, muy contenta, se la llevó a su casa.
Esa piel no necesita más de ocho o diez horas
para regenerarse por completo. Vanesa imaginó un gran negocio:
desollar cada noche al conejo de Ushuaia y vender sus pieles. No se
lo permití; no quería convertir un hallazgo científico de tanta
importancia en algo groseramente mercantil.
Sin embargo, una entidad ecologista denunció el
hecho, y en los diarios se publicó una solicitada en la que se
acusaba a “Valeria González” —y, lateralmente, también a mí—
de ejercer crueldad hacia los animales.
Tal como yo sabía que iba a ocurrir, la llegada
del otoño restituyó al conejo de Ushuaia su lenguaje telepático y,
aunque su mundo cultural es limitado, pudimos tener agradables
conversaciones y hasta establecer una especie de, ¿cómo diré?, de
código de convivencia.
Me dijo que Vanesa no le caía simpática, y yo
comprendí perfectamente sus calladas razones: le pedí a mi novia
que no viniera más a casa.
Tal vez por gratitud, el conejo de Ushuaia
perfeccionó un modo de no dilatarse tanto por las noches, de manera
que pude traer de regreso al living todos los muebles. Duerme sobre
el sillón de dos cuerpos y defeca sus poliedros metálicos sobre la
alfombra. Nunca fue de excesivo comer y, en esto, como en todo lo
demás, su conducta es mesurada y digna de elogio y de respeto.
Su delicadeza y su eficacia llegaron al extremo
de preguntarme cuál sería, para mí, su tamaño diurno más cómodo.
Le dije que habría preferido el de la cucaracha, pero advertí que
esa misma pequeñez volvía al conejo de Ushuaia peligrosamente
imperceptible, con el consiguiente riesgo de herirlo (ya que no de
matarlo).
Tras algunos ensayos, llegamos a la conclusión
de que, durante las noches, el conejo de Ushuaia continuaría
dilatándose hasta adquirir el tamaño de un perro muy grande o de un
leopardo. Durante el día, lo ideal consistía en las proporciones de
un gato mediano.
Esto me permite, mientras miro televisión, por
ejemplo, tener al conejo de Ushuaia en mis rodillas y acariciarlo
distraídamente. Hemos forjado una sólida amistad y, a veces, con
sólo nuestras miradas nos entendemos. No obstante, durante los meses
fríos se mantienen vigentes sus facultades telepáticas, que
desaparecerán apenas lleguen los primeros calores.
Ya estamos en agosto. El conejo de Ushuaia sabe
que, desde septiembre hasta febrero o marzo, no podrá formularme
preguntas ni plantear sugerencias ni recibir mis consejos o
felicitaciones.
En los últimos tiempos ha caído en una especie
de manía repetitiva. Me dice —como si yo no lo supiera— que él
es el único ejemplar sobreviviente de conejo de Ushuaia en todo el
mundo. Sabe que no tiene la menor posibilidad de reproducirse, pero
—aunque se lo pregunté muchas veces— jamás me dijo si esto le
preocupa o lo deja indiferente.
Además de estas afirmaciones, me pregunta
—todos los días y varias veces al día— si vale la pena seguir
viviendo, así, solo en el mundo, en mi compañía pero sin
congéneres. No tiene manera de morir por su propia voluntad, y yo no
tengo manera —y, aunque la tuviera, jamás lo haría— de matar a
un animal tan dulce y afectuoso.
Por estas razones, mientras perduran los últimos
fríos del año, converso con el conejo de Ushuaia y continúo
acariciándolo distraídamente. Cuando llegue el calor de septiembre,
sólo podré limitarme a acariciarlo.
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