La
Ciudad
después del humo
[...]
—Porque
las personas aquí presentes han emigrado
contra
su deseo y se merecen un análisis político
y
social y también esa parafernalia de conceptos
con
la que siempre arremetemos y que nunca se termina
de
entender.
Eso
dije entre dientes y caries y algunos espacios
vacíos,
supongo que a modo de justificativo, antes de
encarar
una subidita por el mismo precio.
Arranqué
despacio, como si me aguardara un chiquero
o
el pago de una deuda.
Di
unos cuantos pasos para adelante, tratando
de
no pisar a nadie, con alguna que otra excepción no
tenida
en cuenta.
Cuando
ya desesperaba, me pesqué en infracción
y,
como discurría sin caña ni red, me limité a imaginar
una
carnada y a tirar líneas porque sí nomás.
Ya
en la cumbre de la subidita, ensarté un paréntesis
sin
grandes ilusiones, y ahí arriba me topé con un
montículo
imprevisto, compuesto de tierra y piedritas
de
origen y materiales diversos, que el viento y su designio
impalpable
habían creado poco a poco, según
aposté
con una bocamanga más baja que la compañera.
Tal
fue mi conclusión favorita, aunque no cabía
descartar
por completo la participación no sé si desinteresada
de
la violencia de género, según creo haber
pensado
con la ropa bien puesta y con una naturalidad
que
desconozco de dónde saqué.
[...]
[...]
La
atmósfera preexistente se convulsionó.
Unos
cuantos relámpagos, quizá frutos del rayo que no cesa,
más
que estallar en la bóveda antes celeste e iluminar el cosmos y
toda
su parafernalia, aparentaron discutir entre ellos.
Una
gran trifulca universal.
—La
pelea del siglo.
Las
muletillas y los insultos de la naturaleza sonaban cada
vez
con mayor fuerza y yo quería acusar recibo pero carecía de
talonario.
Pero
no de labia.
—Por
razones de estricto orden cósmico, yendo de un santiamén
a
otro aún más repentino, sin ninguna preocupación por
las
canciones de cuna, el cariño materno y la lactancia de los
querubines,
de una brevedad a otra va a largarse a llover sin
chupetes,
van a caer biberones de punta –sentencié sin cortes, no
sé
si ya con dicción de trueno o con la esperanza de obtenerla a la
primera
o segunda gota, bañado por la fascinación que esta perspectiva
ofrecía,
imaginándome enjabonado hasta las pestañas y
algo
más.
De
súbito, en señal de desprecio hacia las dos o tres probables
presiones
que lo conminaban a apaciguarse antes de que
fuese
demasiado encapotado, el entorno en su totalidad comenzó
a
palpitar, a asemejarse al corazón de las tinieblas, una imagen
que
al toque vislumbré como una promesa en la figura de un gran
barco
en plena navegación hacia la nada.
Calculo
que ahí, durante esa campaña en la que el firmamento
se
puso a chirriar de lo lindo, empezó a desequilibrarnos la
zozobra.
—Uy,
uy, perro, perro, dale, dale que se arma el tole-tole y
no
me gusta repetir las palabras.
[...]
[...]
Con
las tribulaciones correspondientes, ahí parados tipo mármol
frente
a los sucesos, continuábamos los dos, uno al lado del
otro
y viceversa. Yo con mis fantasmas y el pichicho supongo que
con
sus piojos y sus pulgas y algún que otro recuerdo de épocas
mejores.
Ambos pegaditos a la perspectiva de una iluminación
que
se nos prendiera del cuadril y que viniera a sacarnos de la
parrilla
en la que estábamos.
Para
decirlo con franqueza, no sabíamos qué hacer y eso
hacíamos.
Mirábamos.
El
gentío fue aquietándose.
Una
quietud rara, hasta que.
—Pichicho,
presiento que algo, sin hacer ningún ruidito, agazapado
como
una adversidad que ahora retorna a las andanzas,
se
ha puesto a funcionar mal, muy mal y sin socorro a la vista –dije
a
modo de indagación de la realidad o de frase célebre destinada
al
olvido.
El
declive, que hasta ese momento se había mantenido derechito,
comenzó
a inclinarse.
Y
no bastó con eso.
Una
vibración de la atmósfera se hizo presente y comenzó a
desparramarse
y a cobrar sentido en una cuota sola y en una sola
dirección.
La
peor de todas.
—Ahora
sí que la terminamos de embarrar. Más claro ya se
notaría
aguachento. Porque parece que se destapó la debacle.
Me
di cuenta del colosal movimiento puesto en marcha y
eso
quise expresar a través de un par de gemidos.
El
éxodo se había implantado en tierra fértil y conseguido
fuerzas
en las barracas y en los monoblocks y contaba ahora con
sus
adeptos, que por lo que se apreciaba sin mucho esfuerzo vendrían
a
ser, en principio, sin necesidad de enumerarlos, casi todos
los
habitantes de La Ciudad.
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